Cuando Demi Moore se subía a una bicicleta cada mañana para recorrer más de 90 kilómetros antes de una jornada de doce horas en un set de rodaje, no lo hacía —o no solo— por una cuestión estética. Acababa de tener a su hija Scout, la estaba amamantando por las noches y, entre tomas de ‘Una proposición indecente’, encontraba tiempo (o se lo quitaba al descanso) para entrenar en la oscuridad con una linterna frontal. “Sí, tuve experiencias en las que me pidieron que perdiese peso, y por muy embarazoso y humillante que fuese, me hice lo que me hice a mí misma por ellas”contó en una entrevista reciente para CBS Sunday Morning. “Ahora me parece ridículo. Incluso pensar en lo que le hice a mi cuerpo me da escalofríos”.

Hay testimonios que iluminan más allá del personaje. El de Demi Moore revela una encrucijada compartida por muchas mujeres que, tras convertirse en madres, siguen intentando sostener el mismo rendimiento, la misma visibilidad, la misma forma física. Como si nada hubiera cambiado. Pero ha cambiado todo.

Entre el éxito y el agotamiento

“La historia de Demi Moore no habla solo de cuerpo. Habla de presión, de exposición pública, de una carrera dopaminérgica donde no vale con mantenerse: hay que superarse cada día. Y eso, tras ser madre, es una exigencia brutal”, explica Rebeca Cáceres, directora de Tribeca Psicólogos y profesora de la Universidad Internacional de Valencia. En su opinión, lo más interesante del testimonio de Moore es lo que no se dice directamente: ese conflicto entre la entrega vital que supone la maternidad y la necesidad —a menudo autoimpuesta, pero también estructural— de no aflojar ni un milímetro en el terreno profesional.

“Lo que Demi Moore relata es el precio oculto que muchas mujeres pagan por sostener su éxito tras ser madres”, sentencia Cáceres. “Hay una especie de pacto no escrito según el cual la maternidad es privada, íntima, pero el rendimiento profesional debe continuar como si nada. Y eso, en profesiones muy expuestas, es especialmente desgarrador”.

La trampa de la dopamina

Moore habla también de su propia autopercepción. De días en los que se mira al espejo y se acepta, y otros en los que analiza cada imperfección. “Lo importante —dice— es que ahora me doy cuenta. Puedo decir: 'Vale, no me gusta esa piel flácida, pero es lo que hay. Así que voy a intentar hacerlo lo mejor posible con lo que tengo'”. Esta frase, aparentemente simple, encierra una clave.

“Ese darse cuenta es un signo de conciencia emocional altísima”, apunta Cáceres. “Y es lo que distingue a una mujer que ha trabajado en sí misma. La mayoría de las personas viven atrapadas en la búsqueda de lo que no tienen. Eso es dopamina pura: quiero más, quiero mejor, quiero otra cosa. En cambio, cuando aceptas lo que hay y lo que eres, sin renunciar a cuidarte, pero sin perseguir una quimera, estás saliendo del circuito de recompensa perpetua. Y eso es salud mental”.

La dopamina, neurotransmisor clave en los circuitos de motivación, placer y logro, se dispara con cada nuevo reto. Pero también con cada nueva exigencia. “Las carreras públicas, como la de una actriz de Hollywood, tienden a generar niveles altísimos de dopamina”, aclara la experta. “Y eso es adictivo. Quieres mantener el foco, el elogio, el rol. El problema es cuando eso se convierte en una huida hacia adelante, incluso a costa del propio cuerpo o del propio bienestar”.

En ese sentido, centrarse solo en el cuerpo —como si fuera un capricho estético o una cuestión de vanidad— es reducir el problema a la mínima expresión. El testimonio de Moore no va de dieta ni de talla, va de identidad. De la tensión entre ser madre y seguir siendo la profesional que triunfa. De una mujer que quiere estar presente para su hija y, a la vez, responder a una industria que exige perfección. “Y eso, en términos psicológicos, genera un conflicto interno de primer orden”, señala Cáceres. “No se puede estar en dos lugares a la vez. No se puede cuidar sin cuidarse. No se puede vivir para la mirada del otro sin perderse a una misma”.

El caso de Demi Moore es extremo por la intensidad de su exposición mediática, pero no por su naturaleza. “Muchas mujeres, fuera del foco, también sienten que deben disimular su agotamiento, que no pueden dejar de rendir, que su maternidad no debe notarse demasiado”, añade la psicóloga. “Hay un mandato silencioso que dice: ‘sigue como si nada’. Pero ese ‘como si nada’ es, en sí mismo, una forma de violencia”.

El valor del testimonio de Moore, como el de otras mujeres que se atreven a contar lo que hay detrás de las imágenes perfectas, está en visibilizar lo que suele ocultarse. Y también en mostrar que es posible cambiar el relato. “Lo que más me gusta —dice Cáceres— es su nivel de conciencia. Su capacidad para mirar atrás con vergüenza, sí, pero también con compasión. Decir: ‘me hice esto a mí misma’, no es autoflagelarse. Es responsabilizarse y aprender. Y eso es muy poderoso”.

El cuerpo de Demi Moore, igual que el de tantas mujeres, ha sido territorio de exigencia, control y exigencias externas. Pero también puede ser, ahora, un lugar de reconciliación. “Y ese tránsito —concluye la experta— solo es posible si dejamos de aplaudir la perfección y empezamos a valorar el coraje de mostrarse tal cual una es”.