En un mundo en el que la rapidez, la competencia y el individualismo son el leit motiv de la mayoría, hablar de amabilidad puede parecer ingenuo. Sin embargo, cada vez más estudios apuntan que ser amable no solo mejora nuestras relaciones, también tiene un impacto profundo en nuestro bienestar físico, emocional y mental. Y lo más interesante es que no se trata de una cualidad innata, sino de una habilidad que se puede entrenar.

En El poder de la amabilidad (Editorial Planeta), el neurocientífico Jonathan Benito plantea que esta actitud, lejos de ser una debilidad, es una estrategia evolutiva poderosa. A través de los últimos hallazgos en neurociencia social, el autor explica cómo cultivar la inteligencia emocional y relacional puede ayudarnos a vivir de forma más saludable, tener vínculos más sólidos y convertirnos en personas más serenas y magnéticas. Hablamos con el autor, quien nos explica por qué es importante cuidar nuestras relaciones e intentar ser un poquito más amables.

¿Cómo impacta la manera en la que nos relacionamos con los otros, en nuestra forma de percibir el mundo?


Nuestro cerebro surgió hace millones de años en el seno de un grupo. La vida en grupo tenía muchas bondades de cara a la supervivencia y la reproducción, pero también inconvenientes. Y es que los grupos nunca han sido homogéneos, sino que, de manera natural, han surgido desigualdades, donde unos individuos dominaban y otros eran dominados. Los dominados tenían peor acceso a los recursos, por lo que tenían más problemas para sobrevivir y reproducirse. Incluso podía suceder que el grupo decidiese expulsar a estos individuos que se encontraban en la periferia del grupo, lo que suponía, inexorablemente, la muerte del individuo.

Cuento todo esto porque el cerebro ha desarrollado mecanismos profundos y potentísimos para evitar caer en la periferia del grupo y en la expulsión, por la cuenta que le trae. Somos herederos de los cerebros que hicieron bien este trabajo, porque los que fueron expulsados no dejaron descendencia. Y todo esto, es la base de casi todo el comportamiento humano. Estamos obsesionados con lanzar al grupo mensajes del tipo: “yo no estoy en la periferia del grupo; yo soy alguien; no me tenéis por qué expulsar”, lo que condiciona desde el bolso que hemos elegido al salir de casa, hasta el coche que tenemos pensado comprarnos, pasando por la última foto que hemos colgado en Instagram.

Cuando aprendemos a relacionarnos correctamente con los demás mediante la prosociabilidad (que podemos simplificar como amabilidad), el cerebro descansa, porque enseguida percibimos que el grupo nos acoge bien y, a partir de ese momento, todo lo vemos de otra manera. Vivimos con menos estrés, somos más felices, tenemos menos enfermedades y vivimos más años.

¿Y en cómo nos sentimos con nosotros mismos?


Los neurobiólogos definimos la autoestima como la valoración que hacemos de nosotros mismos dentro del grupo. Si nuestra valoración es buena, esta será buena y viceversa. Por tanto, cuando aprendemos a relacionarnos de la manera adecuada, nuestro posicionamiento en el grupo mejora, porque la percepción que tiene el grupo de nosotros también mejora. Esto, obviamente, termina influyendo en la percepción que tenemos de nosotros mismos. Por tanto, relacionarse de forma correcta con el grupo repercute directa y positivamente en nuestra autoestima.

¿Por qué es la amabilidad tan importante?

Si volvemos al problema que tiene el cerebro respecto al grupo, llegamos a la conclusión de que la mejor manera de evitar que nos expulsen es tratar de ascender. Es decir, aunque no sea muy políticamente correcto decirlo, nuestro cerebro quiere posicionarse lo mejor posible en el grupo. Esto no es algo consciente, sino que forma parte de unas subrutinas mentales subconscientes, pero de una potencia tremenda.

Para ello, se despliegan varias estrategias, según los individuos, entre las que destacan la agresividad y la hipercompetitividad. Sin embargo, ambas estrategias no son positivas, ni para quienes las ejercen ni para el grupo. No lo son porque generan resentimiento, estrés, y terminan por provocar coaliciones internas que desbancan las dominancias impuestas.

Entonces, ¿cuál es la estrategia correcta? La evolución nos ha demostrado reiteradamente que la mejor estrategia es la prosociabilidad (amigabilidad, cordialidad, amabilidad), aunque tristemente lo olvidamos con facilidad. Es la responsable de que los perros inunden por millones nuestros hogares, mientras que sus hermanos, los lobos, llevan miles de años tonteando con la extinción. También fue lo que hizo que los sapiens desbancáramos a los neandertales, que eran más fuertes, estaban mejor adaptados al frío y, probablemente, eran más inteligentes que nosotros. La amabilidad te abrirá puertas que jamás conseguirás abrir por la fuerza.

El poder de una sorisa

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¿Cómo repercute la amabilidad en nuestro bienestar? 

Cada vez son más las evidencias científicas que demuestran que las personas amables tienen mayor bienestar subjetivo (este es el término científico de la felicidad), menos riesgo de enfermedades y una mayor esperanza de vida. La práctica de la amabilidad hace que tanto quien la ejerce como quien la recibe se sientan bien. Además, reduce el estrés, lo que no solo disminuye los niveles de cortisol, sino también los de fibrinógeno —una molécula que, cuando se segrega de forma constante, puede provocar infartos de miocardio e ictus.

¿Cómo podemos desarrollar esta habilidad?


Muy buena pregunta. No soy amigable, ¿por dónde empiezo? Precisamente, la respuesta a esa pregunta es el grueso de mi libro 'El poder de la amabilidad', por lo que es muy complicado de resumir aquí. Sin embargo, si tuviera que decirte una sola práctica, te diría: comienza por sonreír.

La sonrisa impacta de muchas maneras en el cerebro. Por un lado, despierta alegría en el receptor a través de las neuronas espejo. Además, hace un poco más feliz al que sonríe por un mecanismo que se denomina retroalimentación facial. Pero, fundamentalmente, envía un mensaje extremadamente poderoso a quien la recibe: un mensaje que aterriza en la preocupación atávica más arraigada en el cerebro: el miedo a la expulsión del grupo. La sonrisa le tranquiliza diciendo: “no te preocupes, eres bienvenido; no te voy a expulsar”.

Solo tienes que pensar en cómo te has sentido cuando una persona seria, que te infundía respeto, de pronto sonríe… algo en el cerebro se detiene y se relaja. Por tanto: sonríe.