Jesús Quintero no pudo contener la sorpresa: “¿No me digas que has cantado en Houston?” Ante él, una Rocío Jurado con el pelo perfectamente atusado y los labios perfilados en rojo sangre reía en la que sería su última carcajada ante una cámara de televisión.

“Claro. Y hasta con las máquinas puestas, que no veas cómo son esas máquinas. Ojú”, bromeaba la mujer haciendo aspavientos y alzando con firmeza ese dedo índice que tantas otras veces había levantado sobre el escenario.

Fuera de él era incluso más diva y, sin remilgos, reconoció ante su entrevistador cómo trataba de hacer más llevadera su estancia en un hospital de Houston cuando el cáncer amenazaba con robárselo todo. “Con mucho respeto yo pedía música y bailaba el Bamboleo con las muchachas que me preparaban para la radioterapia. En la adversidad también puede haber risas”, confesaba.

Sin saberlo, porque a esas alturas de enero de 2006, nada hacía presagiar que cinco meses más tarde Rocío Jurado se iría para siempre, la cantante dio una lección de supervivencia a muchos enfermos que, todavía hoy, escuchan sus palabras para hacer más llevadera una travesía que, como mínimo, es angosta.

“Brava y generosa”

Rocío Jurado se fue el 1 de junio de 2006 convertida en todo un ejemplo de vitalidad. La última Navidad había dado un concierto en TVE con decenas de artistas a sabiendas de que su salud ya no se lo permitía, había departido con Quintero sobre cómo se sobrelleva un cáncer y, ante toda España, había comunicado en rueda de prensa cómo había encajado la que, seguro, era la peor noticia de su vida. Todo ello en apenas unos meses, los más angustiosos.

Por eso, valentía era un adjetivo que por entonces se le quedaba corto. Durante toda su vida recibió otros muchos: “Brava”, “provocadora”, “humilde”, “generosa”… Inspiró tantas crónicas que llegó un punto en el que resultaba banal informar sobre ella . Hasta que en 2004 apareció el cáncer. Maldito cáncer.

Mientras batallaba contra él no pudo evitar formularse preguntas existenciales. “¿Habré hecho lo correcto?”, se decía a sí misma cuando supo que “se acababa la vida”. Correcto o no, hizo lo que siempre creyó que era lo mejor para los demás. Ni siquiera para ella misma, porque detrás de esa personalidad arrolladora se escondía un ángel protector que siempre veló por los suyos.

rocío jurado

Con su primer sueldo (40 duros que ganó en un concurso de Radio Nacional al que le presentó su tío) compró zapatos para todos sus hermanos. “Bueno también los primeros para mí de tacón”, solía contar divertida. Era el gesto de una incipiente estrella que nunca entendería de egos.

Contra la censura

Rocío Jurado era fuerza, arrojo, templanza y acostumbraban a decir los suyos que cuando parecía más brava era cuando más tranquila estaba. Aquel puño con sus uñas clavándose en la palma de la mano le hacía crecerse en el escenario, ese lugar donde se sentía libre. Y es que Rocío Jurado fue una adelantada a su tiempo que batalló con las imposiciones de la época. La primera, la censura.

En 1972, la de Chipiona salió al escenario con un tupido abrigo que le llegaba hasta los tobillos. Su actuación discurría con normalidad -entiéndase, con toda la normalidad que Rocío podía dar- pero en un momento dado se despojó de esta prenda para lucir un escueto traje negro de raso que escandalizó al censor de turno. Las llamadas a la cadena colapsaban la línea.

De El Pardo a la Iglesia. Todos clamaban contra la chipionera a la que no le quedó otro remedio que cubrirse con un chal. “Mi destape ha sido más artístico que corporal. El destape es mucho más importante si es mental”, dijo en una ocasión.

Feminista confesa cuando aquel término resultaba impronunciable para la gran mayoría, Rocío Jurado dio durante el tardofranquismo una lección de valentía sin precedentes. Alardeó de libertad en numerosas ocasiones y durante una entrevista no dudó en cargar contra el periodista, a quien encontró impertinente al preguntarle por la talla de su sujetador. “El único sujetador que me importa es el mental. El que te tendrías que poner tú para no hacerme esas preguntas”, respondió airada.

Los amores de su vida

Sin embargo, no siempre pudo ponerse el mundo por montera y hacer lo que quiso. La autocensura del corazón es casi siempre la más férrea y, llegado el momento, Rocío no pudo dejarlo todo por amor. Cuenta Enrique García Vernetta, su primer novio, que muchos años después de su ruptura, a finales de los 80 y con su matrimonio con Pedro Carrasco agonizando, Rocío le pidió que fuera a buscarla.

Una vez en el coche le espetó: “Pon el coche en marcha, da media vuelta y nos vamos”. A lo que un sorprendido García Vernetta respondió: “Rocío, tienes un marido y una hija esperándote”. Era la segunda vez que el valenciano le decía que no. La primera había sido mucho antes, a principios de los 70 , cuando ella le propuso que se casaran.

Aquella negativa, la de no pasar por el altar en una España que olía a incienso, dejó herido el orgullo de Rocío. Fue entonces cuando apareció un atractivo boxeador que supo sanar esas heridas. Su nombre, Pedro Carrasco. Lo suyo fue un flechazo que tuvo lugar cuando, durante un festival benéfico y víctima de una avalancha de gentío que quería saludarla, Rocío perdió el conocimiento.

rocío jurado

Cuando abrió los ojos, allí estaba él, Pedro, que le susurró: “Si te hacen más guapa te estropean”. Allí mismo nació una historia de amor que duró 14 años. Fueron una de las parejas de la época y a su boda, en la que estaba prevista que acudieran 500 invitados, terminaron yendo más del doble.

El furor por ambos mitos era tal que se habían llegado a fotocopiar las tarjetas para colarse en su enlace. Aquel día Pedro y Rocío se juraron un amor que no fue eterno. En 1988 cuando su hija Rocío tenía 11 años decidieron separarse.

Siempre se rumoreó que fueron sus viajes por todo el mundo en calidad de artista lo que minaron su malogrado matrimonio con el boxeador. Lo suyo no pudo ser y cuando Rocío ya no aspiraba a volver a enamorarse un torero se cruzó en su vida en la sala de espera de un dentista.

José Ortega Cano fue el último en ocupar el corazón de Rocío. Se casaron en 1995 en una boda multitudinaria y poco después adoptaron dos niños en Colombia, José Fernando y Gloria Camila. Aquel posado a las puertas de su casa de La Moraleja, en Madrid, para presentar a los pequeños fue uno de los momentos más entrañables protagonizados por quien siempre se mostró cercana y sincera con los medios de comunicación. Incluso, cuando un cáncer irrumpió en su vida para arrasar con todo.

Finalmente, Rocío perdió aquella guerra, que no sería la única porque su muerte fracturaba una familia a la que ella unía como el mejor adhesivo. Los Mohedano ya nunca volverían a ser los mismos. Precisamente fue uno de ellos, Amador, quien anunció a la prensa el fatal desenlace. “A las cinco y cuarto de la mañana ha dejado de respirar”, dijo. A partir de ese momento, la cantante chipionera más famosa del mundo había dejado el mundo de los vivos para cantar en el de los muertos. Su voz ya era leyenda.