En un mundo cada vez más digitalizado, donde las palabras escritas y los mensajes instantáneos suplantan buena parte de nuestros encuentros cara a cara, la mirada se alza como un vestigio irrenunciable de autenticidad. Ese silencioso contacto entre pupilas permite descifrar más allá de lo que se dice con la voz: revela emociones, intenciones y, en ocasiones, secretos que ni siquiera la propia persona reconoce. Como explica Vanessa Guerra, experta en comportamiento no verbal y personalidad de la Fundación Behavior&Law, “los ojos son dos grandes receptores sensoriales que recogen la información del medio para que esta sea procesada por el cerebro, con el único fin de elaborar una respuesta de lucha y huida o de seguridad”.
La extraordinaria capacidad de la mirada para comunicar se basa en lo que técnicamente se denomina oculésica. A través de gestos tan sutiles como la apertura de los párpados, la rapidez de parpadeo o la persistencia en el foco visual, establecemos puentes de empatía que nos permiten traducir el estado emocional de los demás. “Hoy, más que nunca, despierta mucho interés lo que comunicamos con el cuerpo, y el lenguaje corporal se ha constituido como una necesidad básica a la hora de traducir las emociones de los otros”, subraya Guerra, quien recuerda que una vez descifrada esa información, “podemos decidir cómo actuar frente a la persona: a veces para sacar ventaja en una negociación, pero en otras ocasiones para ayudar a que el otro recupere su equilibrio emocional”.
La mirada como instrumento de conexión
Para Vanessa Guerra, la calidad del contacto visual es un termómetro del vínculo que se establece entre dos seres. Cuando mantenemos la mirada, creamos un canal directo de confianza y complicidad. “Nos sentimos atraídos por aquello que nos hace bien, aquello con lo que simpatizamos, aquello que nos divierte, nos relaja o nos seduce”, explica la experta. Este fenómeno se sustenta en el proceso de corregulación, por el cual transmitimos al otro calma y seguridad a través de pequeños gestos corporales: la inclinación del tronco, la serenidad en la respiración y, por supuesto, la firmeza de la mirada.
Quienes por su personalidad o experiencia, tienden a un estilo más controlador, suelen presentar los ojos más abiertos de lo normal. “Estas personas exploran constantemente el espacio y el medio”, señala Guerra, “y suelen detectar detalles que para otras personas pueden pasar desapercibidos, así como buscar en los rostros de los demás expresiones de aceptación o rechazo”. Detrás de esta exploración continua, se esconde una elevada sensibilidad para leer el entorno, un don que, sabiamente dirigido, puede facilitar tanto el liderazgo como la empatía activa en un equipo de trabajo o en un ámbito personal.
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Cuando la evasión ocular revela algo más
Sin embargo, el espejo de los ojos también puede oscurecerse. Una mirada esquiva, que evita el contacto visual, suele alertar de la presencia de emociones ocultas: timidez, vergüenza, culpa o incluso miedo. “En la mayoría de los casos ni la propia persona es consciente de que siente culpa o vergüenza, sino que se trata de emociones enmascaradas que podemos dilucidar precisamente gracias al lenguaje corporal”, advierte Guerra. La evasión ocular se asocia igualmente a estados más negativos, como el enfado o el desinterés: “Tal vez la persona está enfadada y esa sea su manera de demostrarlo; o simplemente está diciéndote que no le interesa estar contigo”.
El uso de barreras —gafas de sol, pantallas de móvil o cualquier objeto que tape los ojos— es otra señal inequívoca de autoprotección. Detrás de estos elementos puede esconderse, según la experta, “una falta de autoestima y de seguridad en sí mismas”. Cuando alguien recurre de modo habitual a estos escudos, conviene poner el foco no solo en el gesto, sino también en el contexto: ¿se trata de un mecanismo puntual o de un patrón que se repite en diferentes ámbitos de su vida? En ocasiones, la mirada esquiva es una llamada silenciosa de auxilio: un indicativo de que algo grave, como el miedo a un maltrato o abuso, se está gestando detrás de ese rechazo visual.
Distancia y proxémica: el vaivén de la cercanía
No todo es cuestión de voluntad o de rasgos de personalidad: el espacio también condiciona nuestra forma de mirar. En psicología se denomina proxémica al estudio de los efectos que la proximidad física tiene en las interacciones humanas. Cuanto más cerca estemos de alguien, más difícil resulta sostener la mirada sin sentir incomodidad. “A veces, simplemente, bastaría con alejarse un poco para que podamos volver a mirarnos a los ojos”, apunta Vanessa Guerra, lo que convierte el manejo de la distancia en una herramienta clave para potenciar o atenuar el intercambio de miradas.
La proxémica, combinada con el ritmo respiratorio y la posición corporal, construye un lenguaje no verbal de gran complejidad. Una persona que se inclina hacia ti mientras respira de forma pausada y mantiene la mirada está enviando un mensaje de apertura y cercanía; en cambio, un ligero retroceso acompañado de parpadeos frecuentes y mirada baja suele denotar rechazo o incomodidad. Aprender a calibrar estas señales nos permitirá no solo descifrar mejor a los demás, sino también modular conscientemente nuestra propia comunicación no verbal.
La mirada como llave de la empatía
Saber interpretar correctamente las señales oculésicas no es un fin en sí mismo: es el punto de partida para fortalecer nuestra capacidad de empatía. Al identificar rápidamente que alguien evita el contacto visual, podemos ajustar nuestro enfoque: mostrar mayor suavidad en el tono, ofrecer palabras de tranquilidad o proporcionar el espacio adecuado para que la otra persona recupere la confianza. Tal y como afirma Guerra, “el lenguaje corporal es un medio de cooperación y vinculación sana con los demás”.
En un entorno profesional —desde una entrevista de trabajo hasta una consulta médica— y en uno personal —en pareja, familia o amistades—, la mirada nos brinda información valiosísima sobre el grado de conexión que existe. Detectar si existe una evasión crónica del contacto ocular puede alertarnos de que, más allá de un simple gesto de timidez, hay una llamada silenciosa que necesitamos escuchar y atender. Porque al final, la mirada no miente: “Si algo te disgusta o te genera malestar, evitas mirarlo”. Y en esa huida visual se esconde, con frecuencia, el anhelo de ser visto y comprendido.