Estamos agotados. No siempre por lo que hacemos, sino por lo que aparentamos. La exigencia de tener que estar bien —de parecerlo, de demostrarlo, de sostener una imagen de fortaleza eterna— se ha convertido en una de las grandes trampas de nuestro tiempo. A menudo ni siquiera somos conscientes de ello, pero esa sonrisa forzada, ese “todo bien” automático o ese silencio que evitamos romper para no incomodar al otro, configuran una especie de jaula invisible. Una que, cuanto más brillante parece por fuera, más nos asfixia por dentro.

La presión por ser siempre eficientes, resolutivos, animados, saludables y emocionalmente disponibles, se ha colado en todas nuestras esferas: desde el trabajo hasta las relaciones sociales, pasando por la maternidad o las redes sociales, donde la felicidad parece un mandato. ¿Pero qué ocurre cuando esa imagen que proyectamos no se corresponde con nuestro estado interno? ¿Qué consecuencias tiene ocultar lo que sentimos,negar nuestras emociones o fingir una serenidad que no existe?

La máscara del bienestar emocional: ¿por qué fingimos estar bien?

Hablamos con la doctora Ana Isabel Sanz, psiquiatra y psicoterapeuta especializada en trastornos afectivos, ansiedad e infancia y adolescencia, y directora del Instituto Psiquiátrico Ipsias, recientemente reconocida como mejor psiquiatra en los Premios Europeos de Medicina 2024. Para ella, fingir que estamos bien cuando no lo estamos nos desconecta de nosotros mismos y puede tener un elevado coste emocional.

“Parece evidente que fingir que no tenemos problemas o conflictos implica una máscara, una fachada que esconde diferentes mecanismos de ocultación de nuestra realidad”, explica. Para la doctora Sanz, esta necesidad de aparentar bienestar no es casual ni reciente. “Se trata de una imagen que queremos proyectar al resto del mundo, tal vez porque no deseamos mostrarnos vulnerables, quizá porque deseamos evitar juicios negativos o sentirnos fracasados y avergonzados”.

Detrás de esa actitud hay un aprendizaje cultural y familiar profundamente arraigado. “Esa vivencia de que el malestar es muestra de una derrota vital proviene en ocasiones de un aprendizaje hecho a lo largo de nuestra vida, especialmente de nuestras herencias familiares, que nos han transmitido que mostrar la tristeza, la preocupación o la angustia es muestra de debilidad”, señala la experta.

Pero no solo son nuestras raíces las que pesan. Vivimos, como apunta Sanz, en un entorno que glorifica el bienestar permanente. “Cada vez más es la respuesta a las expectativas de una sociedad que huye de todo aquello que implique sufrimiento o infelicidad. Se nos bombardea desde múltiples frentes con imágenes de éxito, nos nutrimos de las imágenes felices de las redes sociales, educamos a nuestros hijos e hijas en la idea de que todo es fácil y sonriente. En ese proceso nos hemos olvidado de que las dificultades y los claroscuros constituyen la esencia de la vida”.

Las consecuencias de vivir en modo “todo bien”

Sostener esta fachada tiene un precio. “Mantener una actitud de falso bienestar emocional implica un sobreesfuerzo emocional notable que, cuando se mantiene de manera prolongada, puede conducir a un estado de creciente angustia que puede llegar a ser incapacitante”, advierte. Y ese malestar no solo afecta a nuestro estado de ánimo, también se refleja en nuestra capacidad para relacionarnos con los demás: “El desgaste derivado de esa actitud puede llevar a una evitación creciente de las relaciones interpersonales, ya que estas se convierten en una fuente de tensión que acaba siendo insoportable y puede derivar en el aislamiento elegido y un más que previsible desarrollo de un cuadro depresivo”.

Las redes sociales y ciertos entornos laborales tampoco ayudan. “Son una fuente muy perniciosa, porque imponen la dictadura de una ‘perfección’ y felicidad falsa e inalcanzable, pero que se convierte en el patrón con el que evaluamos nuestras vidas”, denuncia. Y aunque sepamos, racionalmente, que lo que vemos no es real, el impacto emocional sigue estando ahí. “Es un test que siempre acabamos suspendiendo, con lo que se genera una sensación de fracaso e infravaloración creciente que se impone a nuestra racionalidad”.

La dictadura de estar siempre bien

Las redes sociales son una fuente muy perniciosa, porque imponen la dictadura de una ‘perfección’ y felicidad falsa e inalcanzable.

Unsplash

Entonces, ¿cómo detectar que estamos sosteniendo una imagen emocional que no se corresponde con nuestro estado interno? “A veces la primera señal consiste en la continua crítica interna en forma de rumiaciones mentales repetitivas y autodegradantes”, indica. A esto se suma “el agotamiento mental, pero también físico, y la creciente dificultad para mostrarnos ante los demás porque nos sentimos menos”. Cuando estas sensaciones se hacen recurrentes, buscar ayuda profesional no solo es recomendable, sino necesario. “Conviene quizá abrir nuestro interior a alguien que consideramos que va a ser neutral, una persona especializada, ante la cual podemos mostrarnos con más libertad porque confiamos en que nos va a escuchar sin afán posible (porque es una desconocida) y sin pretensión de juzgarnos, sino únicamente de entendernos”.

Mostrarse vulnerable sigue siendo uno de los grandes tabúes. Pero también puede ser un punto de partida hacia una mayor autenticidad. Para la doctora Sanz, el camino pasa por revisar nuestras creencias internas: “A veces hay que hacer un trabajo que dura un tiempo y que escarba en los mecanismos aprendidos que nos han conducido a esa incapacidad de ser comprensivos con nuestras emociones negativas y con nuestras vulnerabilidades”. No es fácil hacerlo sola, asegura. “Nuestra forma de mirarnos está lo suficientemente distorsionada como para permitirnos la perspectiva que se precisa para mirarnos con la suficiente tolerancia y neutralidad, algo que seguramente sí somos capaces de hacer con otras personas”.

Aceptar que no siempre estamos bien, permitirnos sentir sin culpa y buscar apoyo sin miedo al juicio es, quizá, uno de los actos más valientes que podemos hacer por nuestro bienestar. No se trata de rendirse, sino de dejar de fingir. De quitarnos la máscara, aunque sea por un momento.