Son las 19:59 horas de la tarde, hora inglesa, y me introduzco en una de las plazas

más conocidas del mundo, la que alberga el majestuoso e imperturbable Big Ben.

Después de visitar Green Park, que alberga los multitudes homenajes florales a la

fallecida Isabel II de Inglaterra, era mi siguiente parada. Las autoridades ya advirtieron de que no todo el mundo podría acceder a Westminster Hall, la sala más antigua del parlamento británico y que alberga la capilla ardiente de la reina más famosa de la historia contemporánea. Bajo esta premisa, me dispuse a colocarme cuanto antes en la cola para acceder a ver el féretro de Isabel II.

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Fui siguiendo la cola hasta encontrar su inicio para introducirme, y no fueron hasta las 21:19 horas, que pude empezar a formar parte de la cola. Este dato es muy relevante, pues un trayecto que a paso ligero se hace en poco más de una hora, se convirtió en una odisea de casi nueva hasta acceder, finalmente, a darle el último adiós a Isabel II. El trayecto que albergó la inagotable cola de gente, expectante, por introducirse en Westminster Hall, estuvo acotado en todo momento por señales indicativas y por

personal identificado.

Empecé la cola en el Puente de la Torre (Tower Bridge) a casi 4 kilómetros del enclave final. Personas de todas las condiciones, edades, etnias… se agolparon a la orilla del río Támesis para aguardar su momento más preciado: el de despedirse de su reina, a la que muchos consideran, una figura imprescindible para el país. Pasada una hora de cola y pocos metros recorridos, las autoridades identificaron mediante una pulsera a cada persona que quería entrar en la capilla ardiente. En la pulsera, roja en mi caso, reza un mensaje: esta pulsera no garantiza el acceso y es estrictamente intransferible. De algún modo, este mensaje da a entender que sí, tal y como informaron las autoridades, se llena el cupo de personas, el acceso se cerraría aunque hubiera gente guardando cola. Así mismo, habían paneles led recordando las normas para acceder a Westminster Hall.

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Poco a poco íbamos avanzando y aún parecía inalcanzable el destino final. La noche se volvía más gélida y las necesidades primarias de todo ser humano iban floreciendo. Las autoridades pensaron en todo tipo de contingencias. Llegado un momento, repartieron botellas de agua y dispusieron de decenas de lavabos portátiles cada determinados metros. Incluso, algunos restaurantes colindantes a la cola, repartieron gratuitamente bolsas de comida. Fue todo un detalle que también que repartieran mantas térmicas para evadir el frío. Estuvieron atentos a todas nuestras necesidades, incluso dinamizaban la cola con alguna nota de humor.

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El sentimiento de comunidad que tanto identifica a los ingleses era palpable. Incluso, un niño bastante inquieto, que guardaba cola con sus padres, le preguntó a su madre: “Mummy, ¿por que hemos venido a congelarnos de frío?”, le preguntó. “Para darle el último adiós a la Reina”, le respondió. “¿Para que?”, siguió preguntando. “Para que algún día puedas contarlo” le respondió hábilmente la progenitora despertando el aplauso de algunos presentes. Hubo un momento, también, que algunas personas que formaban parte de la cola, consideraron inapropiado. El país está enfundado en un luto desde el pasado jueves 8 de septiembre tras el deceso de su reina desde hacía siete décadas. Es más, no hay dos pasos que no des en Londres, que no te recuerde quien había fallecido. El hecho es que mientras decenas de miles guardaban cola a las orillas del río Támesis para despedirse de la monarca, un barco pasó a pocos metros, con la música a todo volumen y la gente celebrando una fiesta. Los conciudadanos lo consideraron un hecho inapropiado y era palpable el malestar que generó. El país estaba de luto, pero no lo suficiente, comentó una de las personas con las que compartí cola.

Una larga espera en tributo a Isabel II

Las horas iban pasando y el camino parecía acortarse, pero hubo un momento que se detuvo en seco. Habían cerrado el acceso durante una hora a Westminster Hall para limpiar. Esta larga detención, me cogió enfrente del palacio de Westminster, a pocas decenas de metros para acceder, por fin, a la sala en la que reposaban los restos de Isabel II. Al filo de las 4 de la mañana, la cola se agilizó de tal manera que avanzamos hasta, prácticamente, acceder a los jardines del palacio de Westminster. En la entrada, se nos pidió que mostráramos la muñeca con la pulsera identificativa, al mismo tiempo que dos miembros del staff de seguridad, nos ofreció una serie de snacks. Este hecho me pareció muy llamativo. Expuestos en bolsas en el suelo, ofrecían a los que entrábamos, coger lo que quisiéramos para comérnoslo en lo que duraba el tramo final de la cola. Me pareció un detalle muy gentil y más cuando llevábamos más de siete horas de espera.

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Ya a las puertas del palacio de Westminster, las autoridades repitieron una serie de normas en todo momento, normas que eran idénticas a las de un aeropuerto. Se prohibió llevar ropa indecorosa, flores, introducir cualquier tipo de comida, mochilas grandes, mecheros, maquillaje… Los kilos de mercancía extraída se iban acumulando en cada esquina de aquel jardín. En ese momento, intuí de dónde se sacaron los snacks con los que nos recibieron a la entrada. Una hora con todos sus minutos estuvimos en el jardín de Westminster encarando el último tramo de la cola. Poco a poco la gente se iba deshaciendo de todo aquel material que estuviera debidamente vetado en su acceso capilla ardiente. En el último tramo, accedimos a unas carpas que dispusieron las autoridades. Allí nos esperaban unos controles más férreos e inexpugnables que los de un aeropuerto, con arco de seguridad y escáner, incluidos. Las autoridades iban decomisando todo aquello que les parecía inapropiado.

Después de más de ocho horas de cola, media docena de controles y un frío que helaba, me encontraba ya en la puerta de acceso del palacio. Al filo de las 5:45, puse por primera vez, un pie en el Palacio de Westminster. Se impuso un silencio incorruptible en el acceso. Los guardias iban dando indicaciones con la voz tan baja que casi tuve que leerles los labios. Desde lo alto de la escalinata ya vislumbraba la sala donde reposan los restos de Isabel II. Situada encima de un catafalco morado y custodiada en todos sus flancos, el féretro y el ambiente te envolvía en una atmósfera majestuosa y casi bucólica. La sala olía a una especie de incienso floral.

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Poco a poco iba acercándome al féretro y llegaba el momento cumbre: despedirse de no sólo una reina, sino una leyenda contemporánea. Como curiosidad, sobre su féretro, reposaba una corona de lirios, la favorita de la difunta monarca y los tres distintivos de todo monarca inglés: el orbe, el cetro y la corona imperial. Estos elementos los llevó en su coronación en 1953, y ahora reposan sobre su féretro. Brillaban tanto los diamantes y el oro que conforman esas piezas, que saqué una conclusión in situ: muere la persona que las ostentaba, pero la dinastía continua. Los diamantes y el oro nunca se opacan, y perduran eternamente, prácticamente.

Esta liturgia creó una sensación indescriptible. No sólo estabas ante los restos mortales de la reina Isabel II, sino también un símbolo de lo poderoso que fue en su día el Imperio Británico. Hay quien le hizo una reverencia, quien se cuadró ante ella, quien no pudo contener la emoción… Delante del féretro, no se puede estar más allá de tres segundos, lo recuerdan los guardias. Fue un tiempo suficiente para contemplar la plenitud de la vida y de liturgia inglesa, en cómo han convertido el adiós de una gran reina, en una experiencia vibrante que perdurará en el imaginario colectivo. Incluso, atribuyen al depuesto rey Faruk de Egipto, una histórica frase: no me preocupa perder el trono, porque en el mundo solo quedarán cinco reyes: los cuatro de la baraja y la Reina de Inglaterra, llegó a decir. Desde aquí, se desprende esta idea: Isabel II desaparece, pero su reinado resonará hasta el final de los tiempos.